Los padres son una Unidad

                                                 

Para los hijos, los padres son una unidad indisociable. ¿Qué significa esto? Pues que la tentación de relacionarnos de un modo personal y distinto con cada uno de ellos nos aleja del lugar que nos corresponde.

Somos hijos por igual de nuestro padre y de nuestra madre. Con esto, estamos aceptando y agradeciendo la vida que nos han regalado, y que va más allá de cualquier preferencia personal, ya que ambos, por igual, han sido necesarios para que hoy disfrutemos de nuestra vida. Cuando nos relacionamos internamente de un modo diferente con cada uno de ellos, no podemos experimentarnos como hijo de ambos, sino como preferido, amigo, hermano, padre o madre de uno de los dos.

Estamos, entonces, viviendo una “triangulación” por la que reemplazamos, sin saberlo, a un excluido u olvidado del sistema que aún está presente en la relación entre nuestros padres. Esta persona excluida u olvidada puede ser, por ejemplo, una pareja anterior del padre o de la madre, un hermano fallecido tempranamente, la madre o el padre de uno de los dos cuando han fallecido también tempranamente…

La decisión como hijos de considerar a nuestros padres como una unidad de la que somos el fruto, implica amarlos a los dos por igual, respetarlos y tenerles gratitud a los dos por igual. Esto produce, por resonancia, un importante efecto sanador sobre la relación entre los padres. A través de nuestra mirada por igual hacia ellos, facilitamos que ellos se miren como iguales que son.

Por lo tanto, es necesario tener en cuenta el significado de este aspecto: cada hijo es una fusión única de sus dos padres.

Y en lo que se refiere a las relaciones de parejas, para que esta prospere las mujeres tienen que haber aprendido a respetar a su madre, y los hombres a su padre. Si las mujeres enjuician a sus madres, tampoco podrán respetar a los hombres; y los hombres: si no honran al padre, no podrán respetar a las demás mujeres.

Quien rechaza a los padres, inevitablemente se rechaza a sí mismo y también a la pareja. Durante la infancia permanecemos apegados a la madre; y, a medida que nos desarrollamos y crecemos, nos independizamos de ésta para acercarnos al padre. En el caso de la mujer, convendrá que esta luego se acerque de nuevo a su madre aprendiendo a valorarla y a honrarla, en lugar de sentirse mejor y más grande. Así, las mujeres superan el complejo de Elektra, en el que hay un deseo de ser la mujer de papá, desbancando así a mamá.

De lo contrario, las mujeres se apegan al padre, idealizándolo y sintiéndose con más derecho sobre el padre que su propia pareja, es decir, que la madre. Si la mujer no trasciende la conocida figura de “niña de papá”, ¿cómo puede amar a otro hombre como pareja, si ese lugar lo ocupa papá?

En el caso del hombre, cuando llega a la adolescencia convendrá que se acerque al padre, reconociéndolo como la pareja de mamá. De esta forma el hombre madura y supera el denominado complejo de Edipo. Aquí, los niños tienen una fijación hacia la madre y el deseo de que el padre desaparezca para no tener que compartirla con él. ¿Qué sucede cuando un hombre se siente mejor y más grande que su padre y, a la vez, con más derecho sobre mamá?

Pues que despreciará a las demás mujeres, porque tendrá la sensación de que ninguna mujer le llega a la suela del zapato a mamá, y ello le impedirá abrirse al amor con otra mujer, pues en el fondo sigue siendo “el niño de mamá”.

Como se ha señalado anteriormente, cuando como hijos hemos tomado a nuestros padres, podemos vinculamos con nuestras parejas como iguales, y mantener de esta forma un equilibrio entre el dar y el tomar. Entonces, cuando la pareja tiene hijos, en caso de tenerlos, éstos no tendrán dudas o confusión con respecto al lugar que deben ocupar