Asentir a nuestros padres

La mayoría de las personas contamos, en lo hondo de nuestro corazón, con alguna herida fruto de ese primer vínculo con papá y mamá. Al fin y al cabo, ellos también son humanos. Paradójicamente, la expansión de la autoconciencia es posible precisamente gracias al impulso de las propias heridas hacia la búsqueda interna. Nadie está exento de experiencias dolorosas. Pero sí que está en nuestras manos la decisión adulta acerca de qué optamos hacer con esas heridas: ¿Las utilizamos cual “cilios”, infringiéndonos una y otra vez ese dolor vivido antaño, o bien las convertimos en abono para florecer?


Las vivencias dolorosas nos anclan al pasado, atrapándonos en un “bucle sinfín” de enfado, tristeza, exigencia o esperanza infantil de que mamá y papá nos vengan a “rescatar”. Para avanzar en el camino de la maduración tendremos que atravesar, en algún momento, la resistencia a “soltar el pasado”. Y esto, inevitablemente, nos llevará a mirar el vínculo con mamá y papá.

Otra condición necesaria para transitar del niño al adulto, es la de asentir a nuestros progenitores, lo cual nos posibilita el poder tomarlos. Asentir a nuestros padres demanda, como se ha señalado, la aceptación de su naturaleza humana: hicieron lo que hicieron, nos dieron hasta donde nos dieron. Y no hay más.

Es frecuente confundir el ser padre o madre con cuestiones morales: ser padre y ser madre son roles que la vida otorga por haber concebido y parido a un hijo. Y solo esto. Cuando una persona se niega a reconocer que su padre es su padre, o que su madre es su madre, está oponiéndose en realidad a un hecho objetivo, biológicamente hablando. Podrá tener motivos para sentir rechazo, podrá también justificar de mil y una formas su enfado, pero todo ello no borrará, nunca, que es hijo de ese padre y de esa madre. Mientras esta persona no pueda reconocer tal hecho, estará en lucha con la vida.

Asentir a los padres no significa ver bien todo lo que ellos hicieron o dejaron de hacer, tampoco significa q hayan tenido que ser “buenas personas”. Aquí es donde estaríamos confundiendo la moralidad con algo que va mucho más allá. Asentirles es reconocer, sencillamente, que nuestro origen está en ellos, que llegamos a la vida a través de ellos. Nada
más ni nada menos.

Bien cierto es q, en ocasiones, necesitaremos reconocer nuestras propias heridas, y ello implicará en muchas ocasiones, decir “no” para luego poder decir, desde la aceptación y la rendición, “sí”. Nuestras heridas también merecen honra, puesto que, como dice Rumi: “La cicatriz es el lugar por donde entra la luz”. En realidad, el reconocimiento de los tramos dolorosos que hayamos podido vivir abren la puerta a la profunda aceptación de cada paso transitado, incluido de lo más lo difícil y doloroso. Este reconocimiento es el que precisamente nos permite entrar en la fuerza y en la mirada desnuda.

Tarde o temprano nos hacemos conscientes de que la negación de nuestro origen solo puede engendrar negación interna. En cambio, reconocernos como el fruto de la unión de nuestros padres, durara lo que durara o fuera como fuera esta, es sinónimo de reconocerlos plenamente y quedar en paz con ellos. Y con nosotros mismos. Con este asentimiento nos validamos, al tiempo que nos reconocemos merecedores de la vida.

Tomar a nuestros padres es abrirnos a recibir la fuerza de la vida que nos viene dada a través de ellos. Mientras uno permanece emocionalmente ligado a la vida de sus padres, es decir, a sus alegrías, a sus pesares, a sus dificultades, etc., más anclado está al pasado y, por tanto, menos presente está en su vida. Así que el regalo más preciado q brinda la madurez es el de la presencia. Cuando podemos asentir a nuestros padres y tomar de ellos, es señal de que ya no buscamos ni esperamos a que nos “den lo que no nos pueden dar”. Ahora lo buscamos en la vida y, además, sabemos que es nuestra propia responsabilidad el procurárnoslo.

Así, el amor que tal vez esperábamos que ellos nos dieran, lo desplegamos en nosotros al tiempo que lo ofrecemos a los demás; la exigencia deviene comprensión y ternura; la sensación de carencia se torna gratitud interna por lo que en cada momento nos da la vida; la violencia recibida se convierte en pasado y allí muere, abriendo paso a otras formas de relación. Si esto nos sucede, podremos decir: “Todo comenzó con un acto de reconocimiento de mi origen, y derivó en mayor consciencia. En vez de repetir lo doloroso del pasado, generé más amor y posibilidades infinitas de vida”